Estaba oscuro, me paré en una de las calles de la gasolinera cerrada. Mi compañera siguió corriendo y me miró con los ojos entornados. La conocía bien, se que intentó gritarme algo así como: "vamos, deja al tío ese, llegamos tarde". Claro que ni ella, ni tu, ni nadie sabía que tú no eras uno más, que me gustabas. Que, a escondidas, me había aficionado a ti y a tus cosas.
Desde tu vuelta de Irlanda, deseaba que dieras un paso así. Quería que te arriesgaras a decirme tú, lo que ya me había dicho todo el mundo, que estabas enamorado de mí. Y creí verlo en tus ojos. Por eso paré, por eso no necesité que me llamaras, por eso fui yo la que me acerqué a ti.
Tu hablabas y yo no escuchaba. Solo te miraba la boca, como se movian tus casi inexistentes labios. Sólo esperaba que terminaras de hablar, que te acercaras a mí, que me rodearas la cintura con tus brazos, me pegaras a tí y me besaras. Que pararas mi mundo unos segundos. Que fueses capaz de sorprenderme y arriesgarte por mí. Que terminaras con esa larga espera.
Quizás debí ser más paciente, quizás debí ser menos ingenua. Después de una breve conversación, me rendí. Me despedí y me marché. Mi mente romántica ya podía imaginar como no me dejarías ir, como correrías hacia mi e impedirías que me fuese con el corazón roto. Pero el destino no lo quiso. Esa noche, con un gesto tan simple, aprendí a olvidarme de tí.
Si millones de besos se dan en el mundo en una sola noche, ¿por qué no pudiste darme tú uno a mi?
Si millones de besos se dan en el mundo en una sola noche, ¿por qué no pudiste darme tú uno a mi?

















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